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LAS SENSACIONES NATURALES QUE PENCO DESPIERTA EN LOS VISITANTES

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Trabajos de remodelación urbana en Penco.
Cuando el avión está muy próximo a llegar a Carriel Sur y si es de tarde, poco después de la puesta de sol, a través de la ventanilla se ve el suelo verde botella sembrado de luces… ¡es Penco! Se alcanzan a divisar decenas de vehículos circulando por las distintas calles y destaca el largo muelle con su inconfundible línea recta de ordenados faroles encendidos contra el fondo oscuro del mar. Sabemos que en sólo un par de minutos nuestra aeronave se posará en la pista apenas unos kilómetros más allá de la isla Rocuant. Tan pronto abandonamos el terminal aéreo en menos de veinte minutos llegaremos a nuestra ciudad ésa misma que vimos felices desde el aire. 
Si por en contrario, desde Santiago hubiéramos viajado en bus o en el automóvil, pasado el peaje de Agua Amarilla se aprecia el borde costero de Penco cuando la ruta del Itata se inclina fuerte por la pendiente del cerro Copucho a unos tres mil metros del empalme de la población Desiderio Guzmán. 
Si llegas de amanecida y desciendes del vehículo ahí en la plaza el impacto sensorial es inmediato. Una brisa que baja de los cerros inunda las narices con un suave pero perceptible olor a pinos y resina. Si en otra circunstancia llegas en medio de una llovizna persistente, te recibe ese aroma a tierra mojada. Si, por otro lado la situación fuera distinta, digamos cerca de la medianoche, al bajar del automóvil o del bus el pecho se llena de aire fresco con esa fragancia salina tan clásica del mar. Y en el silencio oscuro, el rumor de las olas rompiendo en la playa se deja oír a menos de dos cuadras de distancia. 
Ésas son las primeras sensaciones que experimenta un afuerino al arribar a Penco. En cambio, para quienes tienen un pasado pencón, aquel recibimiento sensorial se traduce en evocaciones familiares que asoman de repente y que dibujan rostros, personas, amigos, conocidos, historias, amores, infancia. Es la rica emoción de sentirse en casa otra vez, después de mucho tiempo aunque la casa y sus moradores ya no estén.
En esta casa ubicada en O'Higgins al llegar a El Roble, vivió alguna vez en su infancia el autor de esta crónica.
 
En seguida, un recorrido a pie por las calles –en Penco no se requiere de un auto para ir de un lugar a otro— para ver y observar los cambios que impuso el tiempo, para decir aquí vivía tal o cual vecino, tal o cual familiar. Imagino sus sonrisas a través de los visillos de las ventanas viejas al pasar por ahí. Hay que responder ese saludo fantasmal con otra sonrisa y seguir caminando, golpeando con los tacos de los zapatos las baldosas de otros tiempos. Este ejercicio de recorrer las calles de Penco lo practica mucha gente que de vez en cuando viene de paso, muchos años después de haberlo dejado para acercarse a otras esperanzas. Qué alegrón más grande es encontrarse con Patricio Ramírez Merino haciendo sus trámites por ahí o ser recibido amablemente en la casa de la hermanas Riquelme. 
Al caer la tarde del verano, cuando el sol de enero sepone por detrás del cerro Bellavista y el viento suroeste peina las hojas de los árboles y riza el mar en la bahía nos damos cuenta que la caminata llegó a su fin en cualquier lugar. Aunque Penco sí ha cambiado con nuevas construcciones y más adelantos, el pueblo de entonces –la ciudad de hoy—conserva su carácter: esas  sensaciones evocadoras que despiertan las fragancias de los cerros entrelazadas con los salinos olores que afloran del mar.

LA RANFLA DE CERRO VERDE FUE UN ANTIGUO PASEO DE ENAMORADOS

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La ranfla sirvió de tajamar y paseo público en Cerro Verde.
 El sólido tajamar construido con rocas y cal, que iba desde la punta sur de Cerro Verde, hasta más allá del faro por el norte fue diseñado para dar seguridad a la población cerroverdina del avance de las mareas y el azote de las olas. No sabemos la data de su construcción, pero la técnica y el estilo se semeja a las defensas del río Penco en su parte canalizada. Se dice que la levantaron en el 1900. Desde sus inicios los vecinos pescadores y mineros de Cerro Verde llamaron al tajamar la ranfla. Este sustantivo no lo reconoce el diccionario de la RAE, pero puede que sea un ajuste fonético de rambla o sendero que rodea a un lago o el borde del mar.
Las ampliaciones de casas terminaron con el paseo por la ranfla de Cerro Verde.
Durante muchos años la ranfla fue además de murallón, un paseo. La gente caminaba por ella gracias a que su superficie estaba bien pavimentada. Era una vereda de unos 80 centímetros de ancho. Allí se sentaban los enamorados con las piernas colgando hacia el mar, se instalaban pescadores con sus cañas en ristre. Las puestas de sol eran un espectáculo para disfrutar paseando de aquí para allá y viceversa por la ranfla. Porque había espacios libres para recorrer bordeando el mar.
Esta plazoleta habilitada por el municipio de Penco es la única opción de acercarse a la antigua ranfla.
Este fin de semana tuve la oportunidad de acercarme a la ranfla después de muchos años y pude comprobar que si bien permanece allí, hoy está reforzada por un talud de piedras. Ya no es posible iniciar un paseo por la punta sur, porque ese lugar lo ocupa hoy el sindicato de pescadores, avanzando hacia el norte tampoco se puede caminar porque algunos vecinos extendieron sus sitios y casas incluyendo la superficie de la ranfla. Los cercos y panderetas están tan apegados al muro que es un riesgo intentar una caminata por allí hoy el día. Antes esa vereda estaba completamente separada de las casas y los patios.  Era un espacio público e independiente.
Afortunadamente el municipio de Penco creó una plazoleta que linda con la ranfla, desde allí se puede apreciar parte de la antigua fortificación y a su vez disfrutar del panorama de la bahía de Concepción. Pero, no es para caminar por ella.
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La concejal de Penco, señora María Verónica Roa, nos hizo llegar el siguiente comentario:
Estimado, estoy leyendo su artículo sobre la Ranfla de Cerro Verde y quiero contarle que esa placita es obra de una vecina llamada Miriam Morales y vive al frente. Ella se preocupa de conseguir en el municipio lo que usted publicó. Gracias por mostrar lo nuestro y esto es un comentario, los vecinos también hacen su aporte.







UNA DURA LUCHA DIO CERRO VERDE PARA CONTAR CON UNA ESCUELA

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El alumnado de la escuela de Cerro Verde en 1959. A la izquierda, el director Eduardo Campbell y arriba, al centro, el profesor Ramón Fuentealba.
“En una de sus giras que hizo el recordado Presidente Pedro Aguirre Cerda a la zona del carbón, el tren presidencial se detuvo en Cerro Verde”, afirma el texto del discurso pronunciado por Eduardo Campbell Saavedra, con motivo de cumplirse en 1969 los 25 años de la escuela N° 54 de ese barrio pencón que él llamaba “el villorrio”. El episodio del Presidente de la República ocurrió durante el verano de 1940, cuando Campbell se encontraba de vacaciones en Cerro Verde, él ejercía de profesor en la provincia de Coquimbo. Aquella fue entonces una excelente oportunidad para que un comité pro fundación de una escuela –recién formado--, presentara la solicitud directamente al mandatario. Encabezaba el comité don Cupertino Valenzuela y el secretario era don José Sánchez. Ambos ya habían iniciado gestiones enviando oficios a Concepción y Santiago, pero no habían obtenido respuesta, de manera que la presencia de don Pedro en Cerro Verde era una ocasión de oro. El Presidente se comprometió con el comité a atender la justa solicitud, pero falleció al poco tiempo después, el 25 de julio de 1941 “y todo quedó archivado en el Ministerio de Educación”, agrega el discurso de Campbell. 
El texto del discurso del profesor Campbell pronunciado en 1969, con motivo de los 25 años de la escuela.


En 1944 Campbell realizó personalmente gestiones en Santiago para la creación de la escuela y fue así que el gobierno dio luz verde al proyecto educacional ese mismo año y el 6 de julio designó mediante decreto a Eduardo Campbell como su primer director. Las clases en Cerro Verde comenzaron el 4 de septiembre en condiciones paupérrimas. Se disponía de “una pieza  de 4 metros por 5,5 mts. con una puerta, una ventana, piso de ladrillo y sin patio. La Municipalidad de Penco pagaba 100 pesos de arriendo mensual”, describe el discurso. 
La primera matrícula de la escuela de Cerro Verde fue de 47 alumnos, de ellos 35 hombres y 12 mujeres. Los primeros matriculados fueron Humberto Sánchez y José Sánchez. Entre las niñas, la primera alumna matriculada fue Margarita Soto y la segunda Tegualda Ríos.
En el piso, posando para la foto, el profesor Campbell, arriba a la derecha don Nicanor Roa, quien proporcionó ladrillos para la escuela. Sentadas al centro, Juana Ramírez y Elisa Ramírez. (Circa 1947).

 LA BANDERA SE IZABA EN UN PALO PARA SACAR  MACHAS 
Añade el discurso del profesor Campbell: “La dueña del local (donde comenzó a funcionar la escuela) doña Avelina Vásquez vda. de Tornería prestó una mesa y cinco sillas y un comerciante, cinco cajones azucareros. Había asientos para diez alumnos y el resto se sentaba en papeles de diarios. Los recreos se pasaban en una cancha de foot-ball a cincuenta metros distante del local escolar. La Inspección Escolar de Educación Primaria entregó un pupitre, que en el trayecto se desarmó completamente, un pizarrón, que después de un paciente arreglo pudo prestar sus servicios, un libro de registro, un libro diario de clases y una caja de tiza. Los días lunes un comerciante facilitaba una bandera y un pescador un palo machero que servía de asta, se izaba la bandera y los vecinos con todo respeto escuchaban las recitaciones de los niños y la charla, que el director daba semanalmente en la calle”. 
LA EDUCACIÓN CAMBIÓ LOS MALOS HÁBITOS 
Continúa el texto del discurso de Campbell: “En 1945 la matrícula de la escuela fue de 62 alumnos divididos en primero, segundo y tercer año, todos atendidos por su director. El 18 de septiembre de ese año recibió sus mejores aplausos por sus coros y su revista de gimnasia realizada en la plaza de armas de Penco. Poco a poco la escuela fue influyendo sobre la vida y costumbre de los habitantes del villorrio; ya las casas lucen ventanas con vidrios y los niños no los rompen en las noches oscuras; y los niños ni los adultos juegan al chupe ni a la rayuela rodeados de jarrones de vino”. 
Invitación oficial del alcalde de Penco en 1944.


Y CERRO VERDE TUVO SU PRIMER PIANO 
La escuela se preocupaba de inculcar el hábito del ahorro entre sus alumnos. Así lo indica este segmento del discurso: “Al finalizar el año todos los alumnos poseían una libreta de ahorros en la antigua Caja de Ahorros. En ese entonces sólo cinco establecimientos del país lograron que el cien por ciento de los alumnos tuvieran cuenta de ahorro escolar en la mencionada caja. Los cinco merecían el primer premio y hubo que rifarlo y nuestra escuela salió favorecida con el tercer premio consistente en cinco mil pesos. Con ese dinero se compró un piano de ocasión, era el primer piano que llegaba a Cerro Verde. Ese mismo año el director de la escuela era agraciado con el premio al mejor maestro. Este premio se le otorgó en tres ocasiones y era conferido por la Municipalidad de Penco. En 1946 la tarea era construir un local con la ayuda de la comunidad.” 
LA COMUNIDAD PENCONA DIO SU APORTE PARA LA ESCUELA 
El profesor Campbell enumera a continuación quiénes donaron y quiénes aportaron mano de obra para levantar una escuela en Cerro Verde: “ Con la ayuda de los sindicatos industriales de Fanaloza, minas Carbonífera de Lirquén, Ilustre Municipalidad de Penco, gerencia Vidrios Planos, comerciantes, pescadores, donaciones muy importantes de Pedro Roa, Bernardo Sanhueza, Delia Concha, etc. Se reunió para construir el local… $60.000. Por no haber o existir camino carretero a Penco, el material para la construcción era transportado en botes manejados por los alumnos mayores y el material liviano era traído a mano por los alumnos menores. Muchas personas del villorrio cooperaron con su mano de obra en la forma que podían. En los recreos cooperaban al trabajo de carpintería y albañilería los alumnos y el director. Varios mineros de la Compañía Carbonífera de Lirquén que salían del turno de las 3 de la tarde, una vez que almorzaban cooperaban a los trabajos más pesados, igual cooperación prestaban varios obreros de Fanaloza.” 

El director Campbell, arriba al centro. En segunda fila al centro el profesor Ramón Fuentealba.


LOS POBLADORES IBAN A LA ESCUELA A LEER Y OÍR MÚSICA
Y quedó lista la escuela de Cerro Verde como lo afirma este párrafo: “En el mes de octubre de 1946 nos trasladamos al nuevo local. Se organizó la biblioteca y el botiquín de la escuela estuvo al servicio de ésta y de toda la población. En este mismo año se logró traer al pueblo por primera vez el alumbrado eléctrico. Cuando los alumnos terminaban sus clases, los pobladores acudían a la escuela donde encontraban lectura, música y entretenciones. La escuela se mantenía abierta hasta las diez de la noche todos los días incluso los domingo y festivos. En 1947 se organizó la escuela nocturna que funcionó durante nueve años, fue atendida por su director ad-honorem. En ésta adquirieron conocimientos elementales varios comerciantes, obreros y dueñas de casa.” 
El director y su familia: Eduardo Campbell, su esposa Marta Raber, sus hijos Manuel, Héctor, Eduardo, Eufrasia y Carlos, el menor.


EL AZOTE DE LA LEY MALDITA 
En su discurso, el señor Campbell se refiere también al impacto de la promulgación de la “Ley Maldita” por el entonces Presidente Gabriel González. Sin embargo, como este discurso tenía el carácter académico, el profesor no se refirió a ese episodio por su nombre. A este respecto dice el texto: “En noviembre de 1947 muchos ciudadanos fueron detenidos y relegados a muchos puntos del país. El director fue detenido y luego de permanecer una noche y un día en un calabozo del entonces Retén de Lirquén fue llevado al fuerte de Punta de Parra distante siete kilómetros del villorrio. Cuando supo el pueblo, todos los alumnos con sus padres caminaron hasta el fuerte a pedir su libertad, se levantaron voces en toda la comuna sin distinción de credos políticos ni religiosos y se logró que en ocho días quedara en libertad. Los niños nuevamente caminaron con sus padres a Punta de Parra. En el fuerte entonaron un ‘hosanna’ en latín que emocionó a más de un centenar de detenidos de Lota, Coronel, Chiguayante, Cosmito, Penco, Cerro Verde y Lirquén. El comandante del fuerte con profunda emoción felicitó a los niños y puso camiones del ejército a disposición de los padres y alumnos para ser trasladados de regreso a Cerro Verde”. 
Algunas consecuencias prácticas de esa situación política la sintetiza Campbell en su discurso: “La escuela había sido ocupada por un batallón del regimiento Silva Renard de Concepción. La escuela no dejó de funcionar y se instaló en la antigua pieza arrendada en 1944 y en la casa del director. En 1948 se fueron los militares y tuvimos el dolor de encontrar el piano semi destruido, las cuerdas cortadas y las teclas sin el marfil.”
                   UN MURAL PARA LA ESCUELA
 
Arriba, el boceto del mural; abajo a la izquierda la obra pictórica. Al centro el profesor Fuentealba, ex alcalde de Penco, fallecido el 2015.

“En 1950 el Ministerio de Educación autorizó al pintor muralista, profesor Osvaldo Loyola para que pintara un mural en la galería de la escuela. El sindicato industrial Fanaloza obsequió material de pintura y estuco. El mural era de 3 metros de alto por 17 metros de largo. Diarios de Concepción además de las revistas y los diarios de Santiago elogiaron sin reserva esta obra pictórica que abarcaba toda una muralla de la galería y fue destruida por el terremoto de 1960.” 
ENSEÑANZA ESCOLAR EN EL HOSPITAL DE PENCO, OBRA DE LA ESCUELA DE CERRO VERDE
“El director después de sus labores en la escuela atendía a los niños enfermos en el hospital de Penco. Estos niños eran enviados a reposo desde el Hospital Regional. La Municipalidad instaló dos pizarrones y mesitas de cama. Posteriormente los comerciantes Armando Jofré y Juan Mella donaron estantes para la pequeña biblioteca en las dos salas. Esta atención de la Escuela de Cerro Verde duró hasta 1962 (14 años)  fecha en que el Hospital de Penco se trasladó a un moderno edificio hospitalario en Lirquén.” 
“El 1° de enero de 1951 tuvimos el honor de recibir la visita de su Eminencia Cardenal de la Iglesia Chilena José María Caro Rodríguez. Como recuerdo de su visita en la oficina de la escuela se guarda un pergamino con su firma”.  
“Los terremotos del 21 y 22 de mayo destruyeron casi la totalidad de la escuela solamente quedaron en pie dos salas de madera. El trabajo de 16 años se destruyó en cuatro minutos.” 
CERRO VERDE RECIBIÓ AYUDA INTERNACIONAL 
“El Rotary Club de Concepción y de Penco representados por los señores Eduardo Robertson y Víctor Melo ayudados además con la valiosa cooperación de don Augusto Saavedra construyeron el nuevo local en que funciona la actual Escuela General Básica N° 54. Fue la única escuela de la provincia que recibió ayuda de establecimientos educacionales de Estados Unidos, Ecuador, Venezuela, Colombia y México. Esta cooperación fue de profesores ex alumnos del Centro Latinoamericano de formación de especialistas en educación dependiente de la Universidad de Chile que conocían la labor de la escuela N° 54.”
La escuela de Cerro Verde con nuevo número: E-592 (ex N° 54), pero con el nombre de su creador, Eduardo Campbell Saavedra.

 “En diciembre de 1962 tuvimos el dolor de perder al joven maestro y dramaturgo José Chesta Aránguiz fallecido trágicamente a la edad de 26 años. Como maestro primario se inició en la escuela de Cerro Verde. Inspirado en la vida del villorrio escribió su primera obra teatral “Las Redes del Mar”, obra que fue estrenada en función de gala en el teatro de la U. de Concepción cuando el autor tenía 23 años. En la actualidad una sala de clases de la escuela lleva su nombre. 


EDUARDO CAMPBEL SAAVEDRA, Director Esc. N° 54
Cerro Verde 28 de junio de 1969”.


Don Guillermo Pedreros, quien nos proporcionó el material aquí publicado; y su sobrino Eric Pedreros, ambos vecinos de Cerro Verde interesados en preservar la historia local.
Nota de la editorial: los subtítulos y las frases en negritas incorporados al texto son de nuestra responsabilidad.

PENCO EXHIBE SU PLAYA PERFECTA EN ESTE ENERO 2016

MENAJE LINA FUE LA TIENDA MÁS VANGUARDISTA QUE TUVO EN PENCO

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El Menaje Lina en la actualidad. Nótese que su muro frontal conserva aún el nombre de la tienda con los caracteres originales hechos con azulejos de Fanaloza.
En un post anterior dijimos que los pencones de entonces nos asomamos al futuro –sorprendidos e incrédulos-- gracias a las películas con fines educativos (y propagandísticos) que la embajada de Estados Unidos en Chile proyectaba gratuitamente para los estudiantes en el gimnasio de Fanaloza a través de su consulado en Concepción. Esas imágenes nos mostraron el desarrollo de la carrera espacial con sus cohetes y satélites y los nuevos adelantos tecnológicos que se venían, cuando en Penco aún no había televisión. Pero, donde el futuro comenzó a materializarse y a tomar forma en Penco fue en el negocio Menaje Lina, de Lizama y Navarrete, en el N° 809 de calle Freire, en la población Perú. Al Menaje Lina llegaron los primeros discos de Los Beatles, las radios a pilas, los relojes electrónicos, instrumentos musicales electrónicos, juegos, equipos de audio que estaban siempre encendidos para que la gente oyera la nueva música, etc. Y todo estaba ahí en sus vidrieras a la vista de los clientes; fue el negocio más moderno de Penco. 
Uno de sus dueños, don Luis Navarrete, captó el avance de la modernidad en el mundo y el negocio entró en sintonía con la electrónica. Sus inquietudes por estar al día empujaron a Penco también a ponerse en onda. El local tenía una entrada central y dos accesos laterales que funcionaban como galerías. En las vitrinas interiores, la tienda desplegaba las novedades y el último grito de la tecnología. Penco no se había quedado atrás. Los obreros de Fanaloza a la salida del primer turno pasaban por esta galería a ver, mirar e informarse. También preguntaban ¿para qué sirve este equipo?, por ejemplo. Menaje Lina fue una tienda vanguardista que dio el paso adelante para poner a Penco dentro del circuito de los nuevos tiempos. 
La ola arrolladora que vino después y que se llamó globalización obligó a la tienda a adecuarse, ya no era posible por sí sola ofrecer los artículos del futuro porque el mundo entero comenzaba a inundarse de ellos. Menaje Lina hizo cambios, cerró los accesos a la galería y usó el espacio para nuevas vitrinas, al tiempo que hizo modificaciones al giro. Pero, lo interesante es que ha perdurado en el tiempo y sin duda es la tienda que ha sobrevivido a más de una generación. Si consideramos que abrió allá por los sesenta, hoy en día tiene más de cincuenta y cinco años.

TRABAJADORES DE PENCO ANSIABAN AUMENTAR SUS CONOCIMIENTOS TEMEROSOS DE LA ROBOTIZACIÓN

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Calle El Roble con Cochrane en Penco.
Los obreros de Penco tenían sed de conocimiento. Quizá porque muchos provenían de los campos de los alrededores, un entorno social empobrecido y cargado de analfabetismo. Incorporados a las industrias, comprendían que necesitaban saber; de allí su inquietud por capacitarse. Por eso, algunos seguían cursillos por correspondencia. Recibían sobres con la materia que les interesaba: la electricidad, la mecánica, algún otro oficio, etc. Pero, necesitaban algo más, una mejor base en castellano, dominar las cuatro operaciones fundamentales de matemáticas, entender el arte, la música, comprender mejor la historia de Chile…
Los dirigentes sindicales buscaban fórmulas para atender a estas necesidades y las planteaban ante las gerencias. Este asunto estaba presente en el pueblo de entonces y era tema de conversación en las casas. Porque la gente temía al reemplazo de la mano de obra por los sistemas mecanizados y robotizados de los que ya se comenzaba a hablar por todas partes y que se anunciaba como una amenaza. “Es injusto que nos saquen del trabajo y ahí pongan máquinas. Eso es muy malo”, le oí decir una vez a Tito Gajardo, obrero de la loza. Por eso era urgente recuperar el tiempo perdido y capacitarse tanto para competir por nuevos puestos de trabajo, como para estar preparados en cultura general. La aspiración por el conocimiento existía.
El laboratorio químico de Fanaloza en 1954, aprox. Foto cedida por el señor Juan Arroyo.
Algo así era el perfil cultural pencón de esos tiempos. Cito un ejemplo. Un obrero amigo me pidió que lo ayudara a postular a un cursillo para estudiar electricidad por correspondencia. Lo hice. Pero, mi ayuda no terminó ahí porque debí continuar con él leyendo y comentando juntos los textos que le llegaban de Santiago, de modo que me introduje sin proponérmelo en el campo de la electricidad. Después lo ayudé a interpretar correctamente las preguntas del examen. Las respuestas las daba él. Fue así que en una oportunidad me involucré en una conversación sobre el tema con mi amigo y otro obrero de Fanaloza, que ya había obtenido el diploma. Recuerdo que su apellido era Chandía y que vivía en el barrio de Playa Negra. El señor Chandía gozaba de reputación entre sus pares por su saber y su cultura, un tipo amigo de las letras y de la técnica. Este trabajador le dio un consejo. En el acto comprendí que lo expresó para que también lo meditara yo. “Mira para ser un electricista completo, tienes que conocer y dominar la ley de Ohm”. Se lo oí clarito mientras estábamos sentados al comedor de su modesta casa. 
Georg Simon Ohm, físico alemán,
descubridor de la llamada  ley de
Ohm en electricidad. (Wikipedia).
Cuando regresamos con mi amigo obrero nos fuimos conversando, admirados e impresionados por los conocimientos de Chandía, quien parecía un ingeniero. Nos había dejado pillos. A partir de ese momento la tarea consistía en compenetrarnos en la ley de Ohm. Mucho tiempo después comprobé que no era una cuestión tan compleja, pero el problema que nos planteó Chandía tenía que ver con ecuaciones y entonces no teníamos idea de cómo resolver una igualdad algebraica… Tales eran las inquietudes que se manifestaban entre los obreros de Penco ansiosos de saber más. Soluciones académicas del más variado tipo llegarían más tarde pero el tiempo jugaba en contra de mi amigo trabajador quien no alcanzó a recuperar estudios de un modo formal como era su sueño.   

EL CAMINO VIEJO A LIRQUÉN SE CONVIRTIÓ EN UNA CALLE MÁS

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Cerro Verde Alto visto desde Cerro Verde Bajo, la línea del tren que se divisa al final de la calle marca la separación de ambas poblaciones.
El camino viejo a Lirquén cruzaba los bosques de pino al final de la calle Toltén y después de avanzar por la cima del cerro bajaba suavemente la colina que se orientaba hacia el norte. Las lomas despejadas que venían tras pasar el bosque estaban sembradas de trigo y por allí iba el camino rodeado de manchones de retamillos. Los bosques y los lomajes, me dicen, que eran propiedad de don Juan Pérez Flores, un adinerado pencón y ex alcalde de nuestra comuna. Pérez Flores hizo su fortuna, me cuentan, a partir de una bodega de vinos en la esquina de Cochrane e Infante. Era un comerciante, pero un tipo generoso. De su bolsillo salió el financiamiento del puente de calle Freire, por ejemplo. El hombre se puso con la plata porque comprendía que la carencia de un puente sólido frenaba el desarrollo de Penco. Don Juan pertenecía a las filas del Partido Radical. Quienes lo conocieron me añaden que era un hombre de pocas palabras y me insinúan que eso pudo tener su origen en una poca preparación. Por tal motivo en las concentraciones de campaña no hablaba al público, otros lo hacían por él. En los tablados de los oradores, don Juan recibía el apoyo de profesores, directores, vecinos con buena labia y la táctica le funcionó.
 
Pero, volvamos al cuento del camino viejo a Lirquén. Esa propiedad de don Juan que era un hermoso campo de trigo y retamillo con una espléndida vista sobre la bahía de Concepción, pronto dejaría de ser una zona rural. A medida que fue creciendo la población de la comuna (1960), comenzó a ser colonizada por casas que más tarde adoptaron nombres de poblaciones. De ese modo el campo dio paso a calles con intrincados recovecos a las espaldas del cementerio parroquial. El antiguo camino de ripio se convirtió en una pista pavimentada, así como la mayoría de las calles de ese sector pencón. Fue precisamente por el crecimiento experimentado que esa área recibió el nombre de Cerro Verde Alto. El villorrio original junto al mar llamado Cerro Verde a secas, pasó a denominarse Cerro Verde Bajo.
 
El camino viejo bajaba toda esa suave pendiente hoy llamada Cerro Verde Alto hasta alcanzar el nivel de la línea ferroviaria. Ése era el sector del Refugio (por un balneario construido entre los pinos frente a la playa –que no existe hoy-- por al Automóvil Club de Chile). Desde ese punto la ruta subía una empinada cuesta en curva que al lado norte daba a Lirquén. El camino se convertía en calle al llegar a la estación del tren. La línea férrea, en cambio, eludía la subida gracias a la construcción de un pronunciado corte en el cerro, conocido entonces como “el corte de Lirquén”.
 

EN CERRO VERDE BAJO HUBO PERSONAS PARA NO OLVIDAR

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Una pintoresca foto de Cerro Verde Bajo en la actualidad.
En nuestro universo hay quienes alcanzan renombre de personajes y otros que simplemente se conforman con ser buenas personas. Tres ejemplos de esta categoría alcancé a conocer en Cerro Verde Bajo allá por los 50 y tantos. Esos vecinos pertenecieron al villorrio y formaron parte de su cultura. Eran los tiempos difíciles de la mina de Lirquén y  de los dos piques carboníferos del barrio cerroverdino. La gente vivía con lo justo, con hartas estrecheces. Afortunadamente estaba el mar que proveía alimentos. Pero, también hubo esas buenas personas que aportaron. ¡Nunca faltó Dios!
 
DON EDMUNDO VALENCIA
 
Don Edmundo o “Mundo”, como le decían, tenía su negocio de abarrotes en una esquina poco más al norte de la actual escuela por la calle central. Allí la gente compraba los alimentos no perecibles para cocinar sus humildes menestras. Estaban ahí los sacos de papas, de porotos, los tambores de aceite comestible. Y al fondo, el mostrador, donde atendía Mundo. Muy buen tipo era este comerciante a quien sus clientes estimaban mucho. En su negocio las vecinas conversaban, se contaban historias: la salud, el trabajo, las visitas, etc. Quien iba a comprar donde Mundo regresaba a casa con sus cosas y bien informado o informada del acontecer del vecindario. En una ocasión siendo yo muy niño y de la mano de mi madre, Mundo me miró, destapó un frasco con dulces y me extendió uno, a modo de espontáneo regalo. Esa inesperada atención de Mundo no se me ha olvidado. (Gracias don Edmundo).
 
DON JUAN PRADENAS
 
A diferencia de Mundo, don Juan Pradenas vendía directamente del productor al consumidor, porque él era el dueño de una hermosa chacra al otro lado de la línea del tren. Las vecinas iban a comprar allí las hortalizas cada día. Ellas mismas sacaban los tomates o arrancaban porotillos verdes. Don Juan cultivaba con la participación de toda su familia. La “administración” de la chacra estaba en la cerca del lado de arriba del predio, junto a unos pinos. Allí él había levantado una enramada para descansar, comer y recibir la paga por las compras. Las vecinas regresaban a sus casas con sus compras y alguna llapa: un manojo de cilantro, una mata de albahaca o algunos ajíes verdes recién cortados.
 
DON OROSINDO PÉREZ
 
Don Orosindo Pérez, un comerciante que manejaba una bodega de vinos, tenía un sobre nombre: “don Orito”. La bodega de don Orito estaba junto a la línea del tren. Vendía vino en las cuatro medidas clásicas de esos años: un litro, medio litro (medio pato), un cuarto de litro y una caña. Justo es señalar que no sólo vino se consumía en el lugar. No faltaban los acompañamientos, mayormente apancoras recién cocidas, pan amasado, cebollas en escabeche. Desconozco si su negocio fue rentable para él y su familia. Sin embargo, del todo mal no debió ser, porque siempre se veían parroquianos en la puerta del local. Y era precisamente esta característica la que le dio fama a don Orito: que la bodega y sus consumidores daban la cara hacia la línea, de manera que cuando pasaba el tren no faltaban los saludos y los “¡holas!” de los pasajeros amigos o conocidos. Hasta los maquinistas le agitaban la mano a don Orito en cordiales saludos, seguramente porque alguno de ellos lo visitó en alguna ocasión en su negocio o porque el buen humor del bodeguero traspasó los límites de Cerro Verde Bajo.


¿Cuántas otras personas como las nombradas aquí conoció usted, amigo lector?    

CON UNA BOLSA DE "MONOS" POR LOS CERROS DE PENCO

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Calle Alcázar, Penco (2008).
Las mochilas tan comunes hoy, entonces no se conocían. La gente que tenía recursos empleaba bolsos y maletas para llevar sus especies y ropas cuando se trataba de viajar, de ir a otra parte. Pero, en Penco había personas dejadas de la mano de Dios que no tenían en qué transportar sus pertenencias básicas enfrentados a la necesidad de trasladarse a otra parte. A falta de bolsos, usaban bolsas blancas quintaleras, fabricadas con tela de algodón. Y los viajes de esta gente no se realizaban en medios de transporte, iban simplemente a pie. Eran caminantes.
 
¿Quiénes eran estos caminantes que iban cerro arriba y cerro abajo con una bolsa semi llena en la mano? Eran trabajadores agrícolas temporeros, hombres sin entrenamiento ni especialización, que sólo sabían usar una pala, un azadón, un rastrillo, un hacha o una horqueta. Iban por los fundos del sector de Primer Agua golpeando puertas y pidiendo trabajo. Afortunadamente en aquellos lugares siempre había ocupación para ellos, a veces sólo por la comida y el alojamiento y algo para una caña de vino.
 
¿Pero, qué llevaban estos trabajadores informales en esas bolsas blancas y sucias que cargaban al hombro en esas largas caminatas? La pregunta se la hice a una de estas personas. Me dijo que llevaba sus cosas: un chaleco de lana, dos pares de calcetines, una camisa, dos calzoncillos, una camiseta, una pechera para trabajar y tres pañuelos de tela. “Aquí llevo todos mis monos”, recuerdo claramente que me respondió. Los monos eran sus ropas, sus únicas pertenencias. Yo le dije: “o sea, esa es la bolsa de los monitos?”. Su respuesta fue una franca sonrisa. Era común toparse con estos trabajadores aventureros en los caminos rurales de Penco. Iban “a la buena de Dios” a probar suerte en alguna parte, a dormir donde les fuera posible, ya en el bosque, ya en un troj acurrucados entre la paja de trigo como única frazada.
Camino rural en los altos de Penco.
Cuando regresaban donde sus familiares después de su temporada en el campo “la bolsa de los monitos” incluía sorpresas: un paquete de harina tostada, digüeñes silvestres, nalcas o un conejo descuerado listo para echarlo a asar. Nunca con las manos vacías.

EL PRIMER ROCK EN PENCO FUE PARECIDO A LA PELÍCULA "VOLVER AL FUTURO"

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Imagen tomada del clip de la película Volver al Futuro.
 En Penco en los años cincuenta yo había oído la palabra rock en el cine y en las radios de Concepción. Pero, no había escuchado que una persona mayor de nuestra ciudad la pronunciara con entusiasmo. Al recordar esa situación se me viene a la mente la película Volver al Futuro. Pero, veamos cómo fue la cosa…
 
Los profesores y apoderados de la escuela 31 de Penco organizaron un día de campo y esparcimiento para los alumnos de los últimos cursos en el mes de diciembre de 1957. Muy temprano el día del paseo llegamos a la escuela, punto de reunión para que nos recogiera una micro especialmente contratada y dirigirnos al puente tres en el camino a Florida escogido para la convivencia.
 
Llegamos a eso de las 10 de la mañana al lugar, fantástico con arena-cascajo, agua cristalina, hermosos árboles que brindaban grandes zonas de sombra, etc. Algunos apoderados se abocaron a preparar la merienda y los alumnos nos dedicamos a lo nuestro: a jugar. Hubo un partido de fútbol, después un almuerzo más que contundente, carne asada y un cacharro de huesillos con mote de postre. Luego de un descanso, a bañarse toda la tarde en los remansos del río Andalién. Alrededor de las 19 horas, los profesores a cargo tomaron la decisión de poner las cosas en orden, todos tomamos nuestras pertenencias y nos fuimos al camino, junto al puente, para esperar la micro que nos iría a buscar de vuelta. Allí debimos permanecer poco más de una hora. Y mientras aguardábamos el transporte, ya de noche, un alumno comenzó a tocar su guitarra y todos nosotros lo acompañábamos cantando los temas… Varias rancheras mexicanas, unas tonadas del dúo Rey-Silva, hasta que se acabó el repertorio que se sabía el músico y sus acompañantes. Cuando se produjo el silencio que implicaba repetir algunas canciones para continuar la fiesta… un apoderado dio un paso al frente y alzó la voz. Todos lo miramos con interés algo sorprendidos. “Ya muchachos, --dijo--, ahora los quiero ver. ¿Por qué no tocan un rock?” Fue una propuesta audaz, desafiante y que retrataba a ese apoderado como un hombre muy moderno porque hablaba el mismo leguaje del cine: un rock.
 
Entonces nos miramos entre nosotros desconcertados. Nadie, digamos en persona, hablaba de rock, sólo algunos medios de comunicación. Gritos: ¡Sí, un rock! El guitarrista no entendía siquiera cuál era el ritmo, ni menos la canción. Pero, la presión era tal, que comenzó a rasgar las cuerdas con rapidez, con ritmo y con energía. Y todos nosotros “el rock… bum, bum, bum… el rock” (bis).
 
Digo que me trajo a la memoria la película Volver al Futuro por aquella escena en que Marty McFly (Michael J. Fox) toca el rock “Johny be good” en la fiesta del colegio entre cuyos estudiantes bailarines estaban sus padres, ambos más jóvenes que él. Y el resto de los músicos que no conocían el ritmo ni la canción lo siguieron y todo resultó muy bien. Algo así ocurrió con aquel primer rock de la escuela 31 en 1957, en el puente tres.
 

 

 

"LAS REDES DEL MAR" UNA OBRA EMOCIONANTE QUE NARRA EL VALOR DE LOS PESCADORES DE CERRO VERDE EN EL SIGLO VEINTE

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A la izquierda, la portada del libro con diseño de Iván Contreras y que fuera editado por la Universidad de Concepción. A la derecha, su autor, el profesor y dramaturgo José Chesta Aránguiz.
Busqué ese libro por mar y tierra, hasta que lo encontré. Porque su título apareció de repente en mi horizonte y porque su contenido me hablaba de Penco y Cerro Verde. En realidad es una pieza teatral escrita e inspirada en la dura vida de los pescadores artesanales. La obra tuvo un estreno de lujo en el Teatro de la Universidad Concepción en 1959 y ese mismo año se presentó en Santiago con gran éxito y con un elenco de primeras figuras nacionales. Algunos de los actores fueron Jaime Vadell, Luis Alarcón, Nelson Villagra, Brisolia Herrera.
 
Me refiero a “Las Redes del Mar”, libro escrito por el profesor de la escuela N° 54 de Cerro Verde José Chesta Aránguiz. Para el estreno de la obra su autor tenía 23 años.
 
¿Pero, quién fue Chesta?
 
Chesta era un inquieto muchacho de Concepción que tan pronto egresó de la Escuela Normal a mediados de los cincuenta (1950) halló trabajo de maestro de primaria en Cerro Verde. Decidió quedarse en ese barrio de Penco fascinado por la obra educadora y social emprendida por Eduardo Campbell Saavedra con un esfuerzo sobrehumano. En el prólogo del libro, Orlando Rodríguez dice que Chesta destinaba parte de su suelo en apoyar a sus alumnos más pobres. Quienes lo conocieron me dicen que este profesor viajaba todos los días a hacer clases desde Concepción. A veces que quedaba sin locomoción para regresar y se las arreglaba como fuera para pasar la noche en Penco o en Cerro Verde para continuar impartiendo clases al día siguiente. El profesor Rosauro Montero fue su amigo, me dice que efectivamente la última micro salía de Penco a las 9 de la noche y que en ocasiones Chesta se quedaba abajo por distintos motivos ya fuera por razones de trabajo o por departir jugando al cacho en algún restaurant pencón. El profesor Servio Leyton también amigo del dramaturgo, me informa que su dedicación por el teatro se le notaba en sus temas de conversación. De modo cada vez más notorio ya no hablaba tanto de sus clases, sino de la inspiración para escribir. Así, fue mutando del magisterio a la creación literaria. Sin embargo, nunca dejó el aula. En Cerro Verde, José Chesta fue colega de otro maestro notable y posterior alcalde de Penco Ramón Fuentealba, recientemente fallecido.
Profesores y amigos, arriba Servio Leyton y Rosauro Montero. Abajo, Eduardo Espinoza y José Chesta. Los tres primeros, docentes de la escuela 31 de Penco; Chesta pertenecía a la escuela 54 de Cerro Verde. La fotografía fue tomada en la plaza local alrededor de 1957. (Foto cedida por R. Montero).
 Fue precisamente aquella creciente inquietud creativa la que dio forma a “Las Redes del Mar” una pieza maestra que lo catapultó a integrar la generación de dramaturgos del 50. Chesta conoció Cerro Verde como la palma de la mano y convivió con su gente, por eso en la obra nombra el faro, la ranfla, la isla, las chatas (botes), los remos, el viento norte. Habla de los problemas sociales, de la mitología local, del alcohol, de los sueños y las esperanzas de los pescadores del villorrio, pero con una proyección transversal. En la obra de Chesta sale a la luz el valor de las familias de los pescadores de Cerro Verde y su firme decisión para luchar contra la pobreza. Ellos son presentados con una dignidad maravillosa como es la gente de ahí. “Las Redes del Mar” es una obra potente y trascendente. Si con leerla uno experimenta una emoción que sólo los artistas de gran talla son capaces de construir, es de imaginar cómo sería si pudiéramos ver alguna vez su representación en un escenario.
 
José Chesta Aránguiz, distinguido profesor de Cerro Verde, perdió la vida siendo aún muy joven. Murió en diciembre de 1962 en un accidente de carretera cerca de San Fernando cuando sólo tenía 26 años.
Escena de la fiesta del segundo acto de Las Redes del Mar, con actores de primera línea. La obra refleja la vida de los pescadores de Cerro Verde. La imagen fue tomada del libro y corresponde al estreno realizado en 1959.
 

NUEVO ENLACE VIAL FLORIDA-PENCO-CONCEPCIÓN EN PLENA CONSTRUCCIÓN

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Así se marchan en febrero de 2016 los trabajos de avance del nuevo camino.
En una fase muy avanzada se encuentra la construcción de la nueva carretera que unirá a la comuna de Florida (región del Biobío) con la ruta del Itata. Los trabajos viales se cumplen a lo largo de 17 kilómetros entre esa localidad y el crucero de Huaro a unos dos mil metros al este de Roa.

El mencionado tramo implicó introducir correcciones al antiguo camino y la construcción de "obras de arte" para sortear esteros y reemplazar puertos. El nuevo camino era una sentida aspiración de la gente de Florida para acortar distancia a Concepción. Se dice que por esta futura vía y el enlace con la del Itata el viaje entre la ciudad penquista y Florida sería de unos 25 minutos.

Desde el crucero de Huaro la carretera en construcción se unirá a la ruta del Itata en un punto entre el último puente de Roa y el paso superior Granerillos. Es de imaginar el impacto que tendrá esta obra en los tradicionales campos a lo largo del antiguo camino de ripio Penco-Florida.
Dos aspectos de los trabajos que se realizan unos mil metros más allá de Roa, en dirección a Florida.

EL SEÑOR JORGE BUSTOS FUE QUIEN PROPUSO LA IDEA PARA CREAR EL PRIMER LICEO DE PENCO

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El señor Jorge Bustos Lagos, al centro de la fotografía, a la izquierda su esposa, la señora Leticia Mella Álamos. La imagen fue captada en la fiesta de matrimonio de don Rosauro Montero (1957).
Muchos pencones de mayor edad recordarán a don Jorge Bustos Lagos, un distinguido ex profesor primario de Penco de los años cincuenta a los setenta y quien fuera el gran inspirador para la creación de un liceo pencón.  

El señor Bustos era oriundo de Coelemu. Cuando terminó sus humanidades se vino a Concepción para estudiar Derecho siguiendo los consejos de su familia en particular de su padre. A poco andar, sin embargo, comprendió que la carrera de abogado no era para él y quizá por ese motivo no rindió lo suficiente y reprobó exámenes claves. Tuvo que cambiar de rumbo porque a Coelemu no regresaría sin título. Para entonces se convenció que su vocación estaba en la docencia, por eso ingresó al curso normalista de la Universidad de Concepción. Cuando alcanzó el cuarto año de estudios, conoció a Leticia Mella Álamos, una joven de Penco que había entrado a primero en esa carrera. Pololearon y se casaron, don Jorge Bustos no regresó a Coelemu, se quedó a vivir en Penco en el entorno de la familia de su esposa. Aquí se incorporó a la planta de profesores de la escuela N° 31, cuyo director era el señor Amulio Leyton García. El establecimiento estaba al lado del mercado municipal, en el terreno del actual gimnasio. Transcurrido cierto tiempo el señor Bustos asumió como subdirector de esa escuela.

Durante su desarrollo profesional tuvo iniciativas interesantes en la educación básica para adultos. Su propuesta resultó clave para enfrentar en parte la alta tasa de analfabetismo que existía en Penco. Fue así que muchos trabajadores recibieron instrucción primaria en el gimnasio de Fanaloza con el concurso de otros profesores como fue el caso de don Rosauro Montero. Bustos había observado la tendencia por los cursos vespertinos orientados a adultos que se imponía en Concepción y advirtió que los resultados de la experiencia penquista eran importantes.

Entre tanto, reingresó en la Universidad de Concepción para estudiar pedagogía en historia, campo del conocimiento que ejercía un gran interés en él. Siguió ese curso por dos o tres años, pero no alcanzó a graduarse a causa de las actividades docentes que lo absorbían demasiado.  La educación vespertina le seguía rondando. Fue así que concibió la idea de introducir esta práctica en Penco. Sus pares reconocieron que él hizo la primera propuesta para crear un liceo vespertino en Penco. Fue el ideólogo, el dueño de la idea que en breve se convertiría en proyecto. El señor Bustos había comprendido que el liceo era una necesidad urgente y persuadió a sus colegas más cercanos para que se involucraran en la base académica. Él mismo se comprometió como profesor de historia; Rosauro Montero asumió en ciencias naturales; Servio Leyton se hizo cargo de matemáticas; y Eduardo Espinoza tomó la enseñanza de castellano (español). Leticia, esposa de Bustos, fue la profesora de inglés. Sin embargo, para poner ese plan en marcha no había dinero, ni un solo peso… pero sobraba el entusiasmo. Las clases se impartirían en la escuela, después de terminadas las jornadas de los niños. De ese modo, el Liceo Vespertino de Penco se convirtió en una realidad, pero con todos sus profesores sin recibir remuneración. Ellos percibían ingresos como profesores primarios, no por el número de horas dedicadas al liceo. Finalizado cada trimestre el cuerpo docente ad honorem participaba de un cholguazo organizado por algunos apoderados, sin duda el único estímulo o reconocimiento a sus labores.
 
Por otra parte, luego del incendio del edificio principal de la escuela de Penco, la Dirección Provincial de Educación decidió abrir una nueva escuela, la N° 90, para que funcionara en aquellas salas que se salvaron de las llamas. Su primer director fue el señor Bustos quien así prosiguió su fecunda labor en la educación primaria en la comuna.
 
Quienes recuerdan a este profesor no olvidan algunas de sus cualidades personales: tenía una voz grave y profunda; en sus clases era convincente y atildado; imponía disciplina. Su personalidad afable  contenía humanidad y vocación por la docencia. Era común verlo llegar a la escuela en su motoneta italiana Lambretta.     

CHASCARROS DE ESTIBADORES EN EL MUELLE ANTIGUO DE LIRQUÉN

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En segundo plano, el muelle antiguo del puerto de Lirquén, al fondo las instalaciones modernas.
Los productos más variados han pasado por el puerto de Lirquén hacia los destinos más diversos. En algunas ocasiones se exportaba trigo a granel; en otras, ganado ovino. Las ovejas entraban balando en los espacios de los barcos destinados al transporte de animales. La cochambre dejaba mareados a los estibadores. Por años se importó a través de Lirquén azúcar cruda para su refinación en Penco, después que quedara inhabilitado el muelle que la Refinería tenía al final de la calle Talcahuano. El producto proveniente del Perú y otros países venía ensacado. Durante mucho tiempo ingresaron los insumos fosfatados para la fabricación de fertilizantes en Cosaf.
Toda la extensión del muelle estaba hecha con gruesos tablones. Sobre ellos había dos pistas demarcadas para el tránsito de tractores de reducida envergadura, los que arrastraban los carros que llevaban los productos.
Desde afuera era posible distinguir algunas de las funciones básicas entre el personal que atendía el muelle. Estaban los tractoristas, aquellos que manejaban los vehículos de arrastre; estaban los estibadores que se valían de su fuerza física para cargar o descargar los productos ya fuera desde o hacia las bodegas de los buques. Había supervisores. Y estaban los marinos que efectuaban labores de fiscalización en forma aleatoria en el acceso al muelle. Era la presencia de los uniformados lo que desencadenaba una serie de situaciones, algunas de ellas muy divertidas.
Pocos trabajadores conocían una forma ilícita para sacar productos y llevarlos a casa. Dejemos en claro que era un número muy reducido. La mayoría no realizaba esta práctica. La más socorrida era la “chancha”, que consistía en envolver aquello que interesaba para robarlo. Una “chancha” era un paquete cilíndrico hecho con papel. El bulto alargado podía tener hasta unos 40 centímetros de largo. Y se podía esconder con alguna dificultad entre las ropas, en los bolsillos o en bolsos personales. Lo más importante era que “la chancha” no se notara. Y su contenido dependía de lo que se estuviera embarcando: trigo, azúcar, etc.
El problema se producía cuando había fiscalización en la puerta. Pero, seguramente, los trabajadores comprometidos tenían alguna forma de “hacer sonar alarmas” cuando los marinos se presentaban para revisar. En esa circunstancia no había otra opción que deshacerse lo más pronto posible de la “chancha” prolijamente envuelta y escondida. Nadie estaba dispuesto a perder su trabajo de ser sorprendido con algo tan insignificante.
Me cuentan que en una oportunidad la voz de alerta la dio un estibador a quien apodaban “el cuco”, un trabajador solterón, seco para decir garabatos. Cuando oyeron los improperios en voz alta algunos de los que venían más atrás botaron las “chanchas”. Los expertos sabían desembarazarse de esos paquetes. Me cuentan también que esa vez más de uno voló por encima de las barandas del muelle directo al mar. Sólo “el cuco” se lamentó lanzando epítetos después de salir a la calle de Lirquén. Era la primera vez que intentaba sacar una “chancha” y debió tirarla al agua, ésa que llevaba tan bien guardada en sus anchos pantalones que  ajustaba con una correa a la altura de las tetillas. Dicen que pasado el susto nunca más probó de nuevo.

DON SANTOS DECÍA QUE NO QUERÍA PASAR POR SANTO

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El mar visto desde Cerro Verde, villorrio donde ocurrieron estas anécdotas.
En mi reciente visita a Cerro Verde, un amigo me contó la historia de un minero de ahí de comienzo de los cincuenta (1950) que trabajaba en la mina de Lirquén y que no pasó inadvertida en el villorrio por las situaciones que protagonizó en la calle. El trabajador de estas anécdotas era lisiado, carecía de una extremidad inferior, por lo que en la pega realizaba labores de superficie. Usaba una prótesis de madera. Me dicen que se llamaba Santos y que el apodo de cajón que le tenían era “Santos pata de palo”. Aunque de personalidad común y afable, cuando bebía perdía compostura.
Me cuentan de dos situaciones que se pueden narrar porque se dieron en la vía pública. En más de una oportunidad bajo los efectos de la bebida se subió al torreón donde estaba el mástil de la bandera de la escuela 54 para imitar discursos como político en campaña. Por cierto que no había gente dispuesta a escucharlo pero igual lo observaban de lejos. Hablaba solo a todo volumen: “¡Campbell –habría dicho don Santos, algo irrespetuoso a pocos metros de la casa del ilustre profesor Eduardo Campbell--, tienes que ser el presidente de Cerro Verde!” Y caminaba de aquí para allá y viceversa dando fuertes golpes contra el cemento con su prótesis de madera. Y así proseguía diciendo otras tonteras. Me aseguran que sin duda el profesor Campbell al oírlo cufifo, se hacía el sordo y permanecía en la pieza más alejada del parlanchín hasta que aquel se iba. 
Afortunadamente, bebía a lo lejos. En otra ocasión, su señora tenía que ir a hacer diligencias a Penco. Como notó que el hombre andaba entonado, optó por salir escondida y se fue caminando por la calle central. Pero, don Santos la descubrió y la comenzó a seguir. Al percatarse ella que su marido venía detrás en esa condición, volvió para persuadirlo que mejor sería que regresara a la casa. Y el siguiente habría sido el diálogo, que algunos todavía  recuerdan de esos lejanos años:
ELLA: “Por favor, vuélvete, Santos”.
ÉL      :“¡Las h… que me vuelto santo!”


EL MITO DE LA CAMPANA HUNDIDA EN CERRO VERDE

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Es un reto proponerse pesquisar un mito por la naturaleza del objeto de análisis. Eso me ha ocurrido con la superstición de las campanas de una iglesia supuestamente sumergida en Cerro Verde, tema común entre los pescadores del villorrio en los años cuarenta (1940) y que cita magistralmente el dramaturgo José Chesta en su obra Las Redes del Mar. Uno de sus personajes cree y teme haber oído el sonido de esas campanas mientras remaba en la bahía. El sólo hecho de escuchar el tañido era el vaticinio de malas noticias asociadas a la muerte. Agrega el mito que quien oía era el predestinado, aquellos que lo rodeaban y que no morirían no escuchaban.
 
Con el paso de los años esta superstición fue desapareciendo. Hoy en día ya nadie habla de eso, incluso, ni siquiera saben que alguna vez haya existido en la cultura oral. Pero, Chesta dejó el testimonio a través del parlamento de uno de sus personajes. Los pescadores de Cerro Verde no querían oír jamás la campana hundida, sus familiares tampoco.
 
Sobre este interesante acervo cultural de Cerro Verde Bajo, conversé con el joven profesor de historia Ítalo Chávez Campbell, nieto de Eduardo Campbell Saavedra, educador que falleciera en 1976. Chávez hace clases en Vallenar y viaja a su Cerro Verde natal con frecuencia.
Ítalo Chávez Campbell aborda el tema de los mitos en Cerro Verde Bajo. A la izquierda, Eric Pedreros, vecino interesado en conocer más acerca de la historia del villorrio.
 “El mito es una construcción humana que busca propósito específicos de seguridad frente a los riesgos”, me dice Chávez mientras conversamos en la casa de Eric Pedreros en la calle central de Cerro Verde Bajo. Y agrega: “el relato de la campana sumergida citada en la pieza teatral de Chesta seguramente fue creado por las esposas de los pescadores de aquí. Ellas querían que sus maridos no salieran a faenas cuando se avecinaba un temporal, por ejemplo. Entonces los hombres, persuadidos con la historia del sonido de la campana que ellos temían oír en el momento más inesperado, optaban por quedarse en tierra para evitar noticias trágicas. Entendían que mejor sería esperar condiciones más favorables para adentrarse de nuevo en el mar”. Hasta ahí, en parte, una mirada de un mito que se disolvió en el tiempo.

EN PENCO HABÍA QUÍMICOS Y "QUÍMICOS"

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Imagen referencial tomada de internet.
Los químicos profesionales gozaron de gran prestigio en Penco, en especial por el complejo campo de su desempeño. Trabajaban en un área desconocida para el común de la gente. Ellos manejaban elementos para la obtención de compuestos, hacían mezclas. Los químicos tenían las claves del sabor, sabían cómo darle el toque oculto a los productos que salían de las fábricas. En Fanaloza, por ejemplo, manejaban los colores de la loza, sabían preparar los barnices. Nombres influyentes en este campo fueron Juan Arroyo Menke, Fernando Pulgar Ávalos. En la Refinería había otros que se desempeñaban en los laboratorios. Lo misterioso de sus especialidades salía a la luz con admiración en las conversaciones en las casas penconas.
 
Esos químicos de bajo perfil eran reconocidos por su trabajo, por ser hombres estudiosos, por los resultados que obtenían, por su calidad de personas.
 
Pero… pero, había otros químicos que no tenían título profesional y que la gente igualmente los identificaba como tales. Se formaban observando a los demás y probando. Aquellos químicos con minúscula no ensayaban en laboratorios, trabajaban en las bodegas de vino. Su labor la cumplían de noche y consistía en hacer mezclas entre los contenidos de distintas pipas (barricas). Su mayor reto: salvar los vinos propensos a avinagrarse. Y para eso recurrían al uso de sales que resultan de la combustión de minerales con el azufre: el metasulfito de sodio, por ejemplo. Sacaban el compuesto de paquetes, lo echaban con cuchara a un recipiente y lo disolvían en agua tibia, cuando los gránulos con apariencia de sal de mesa se disolvían, vertían el agua a la pipa. Enseguida, con la ayuda de otro caporal agitaban la barrica para que la mezcla con el vino fuera lo antes posible.
Metasulfito sódico (Wikipedia).
El compuesto ayudaba a detener el proceso de avinagramiento y le daba tiempo al bodeguero para vender su vino antes de perderlo. Todos los dueños de bodega que ganaron dinero en Penco, entre ellos Juan Pérez Flores, “don Leopo”, “el conejo”, etc. tuvieron “químicos” en sus plantas de trabajadores.
  

LOS DESFILES SCOUTS ERAN A TODO LO ANCHO DE LAS CALLES DE PENCO

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 Imposible sería un desfile como el descrito por las calles de Penco atestadas de autos. Foto de 2011 tomada por Andy Urrutia.
Allá por los años cincuenta (1950), los grupos scouts literalmente se tomaban las calles de Penco para efectuar sus vistosos desfiles. Sus bandas de guerra ocupaban la calzada de cuneta a cuneta, el guaripola seguía la pista central, entonces demarcada con una gruesa capa de alquitrán. Más atrás la tropa seguía a su banda marchando. ¿Cómo era posible efectuar un acto de presencia pública de esta envergadura? Simplemente porque no había la cantidad de vehículos que tenemos hoy y que usan las calzadas ya sea para desplazarse o para tomar estacionamiento. En los tiempos de los desfiles que señalamos aquí, la calle le pertenecía por completo al grupo scout. Los escasos vehículos que iban o venían por Freire, Las Heras o Cochrane tenían que echarse a un lado para poder pasar. Así la banda con la tropa detrás y su guaripola a la cabeza avanzaba a paso lento por las calles causando la atracción de los vecinos que salían a la puerta a mirar o abrían sus ventanas para oír mejor los aires marciales.
 
Estos desfiles públicos con motivo de algún aniversario o por el sólo propósito de marchar ante la comunidad se estructuraban de la siguiente manera: Primero, como señalábamos, iba el guaripola. A decir verdad estos personajes no tenían la mejor pinta como es de imaginar. Recuerdo a uno de ellos, que vivía en el barrio de Gente de Mar. En una oportunidad no se presentó a la formación así que hubo que irlo a buscar a su domicilio. Lamentablemente nuestro guaripola no pudo ser de la partida porque estaba durmiendo la mona.
 
Detrás del guaripola marchaba la primera línea de tambores, dependiendo de la disponibilidad de instrumentos y de ejecutantes, se podía conformar una segunda línea. En la tercera hilera formaban los flautines y las trompetas. Había un par de clarines que se ubicaban en los extremos y cerraba la banda el par scouts que le daba duro al bombo y a los platillos. Ellos marcaban el compás de las marchas. Nuestras bandas no usaban partituras.
 
Detrás venía el abanderado con sus dos escoltas. El primero sostenía el asta de la bandera apoyado en un terciado. A continuación marchaban los jefes: el comandante y sus asistentes. Seguía la tropa integrada por un grupo de muchachos llamados rovers, luego las patrullas con su líderes o guías y sus tótems. Por lo general había tres patrullas en la formación. Finalmente venían los lobatos, que eran los más chicos. El responsable de ellos era el akela quien marchaba atento a sus menudos dirigidos. Cerraban el desfile dos scouts encargados de los botiquines. Llevaban un brazalete con la cruza roja. Los botiquines contenían elementos de primeros auxilios y se comentaba que incluían una cantimplora llena para el frío o la reanimación dependiendo del caso. 

PENCONES Y PENQUISTAS DISFRUTARON EN AQUELLOS AÑOS DEL BOSQUE DE PINOS DE PLAYA NEGRA

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Dos momentos de Playa Negra. Arriba, el bosque de pinos en el horizonte recreado con Photoshop sólo para comprender mejor este texto. Abajo, la foto actual de ese sector de Penco.
En Playa Negra más allá de las últimas casas, estaba la propiedad de la empresa Cosaf. El predio industrial limitaba hacia el sureste en una alta muralla de ladrillos con alambradas. Fuera del límite, entre esa línea de concreto y el recodo del río Andalién había un hermoso bosque de pinos desplegado en unas cinco o seis hectáreas. Los árboles habían transformado el suelo arenoso en una suave duna que se levantaba apenas sobre la playa del río, el ángulo de la desembocadura y la playa del mar. Entre ésta y el bosque había una franja de arbustos chochos que contenía el avance de la arena y le ponía freno al Andalién en su tendencia natural por salir al mar más hacia el norte. Este manejo del cauce tenía un complemento artificial. Unos doscientos metros aguas arriba de la desembocadura, una empalizada obligaba al río a permanecer en su curso sin salirse de madre. Densos juncales poblaban ambas orillas. Chochos, bosque y empalizada conformaban un entorno bucólico de gran valor turístico. Veraneantes de Concepción venían allí a pasar un día de sol y playa, con la opción de bañarse en el mar o en el río. Usaban el tren que tenía un paradero informal de temporada frente al bosque. Por eso, a veces el espacio de los pinos estaba completamente ocupado por familias compartiendo picnics y jóvenes jugando al fútbol en una cancha en un claro del bosque. Esta descripción corresponde a los años cincuenta (1década de 950) y antes.
Foto testimonial del bosque de Playa Negra como un agradable lugar para ir de picnic a finales de los años cincuenta (década de 1950). En la imagen un grupo de profesores de Penco disfrutando allí de una tarde campestre. (Foto facilitada por don Rosauro Montero).
Hasta que el crecimiento de la empresa indicada ocupó el sector de los pinos y lo transformó en un predio industrial. Con este texto hemos querido recordar aquel entorno que rezumaba un aroma de campo, donde se oía el interminable coro de ranas y las aves silvestres en gran número complementaban el paisaje. La modernidad pasó por encima de esa delicada zona ecológica aquí descrita. Imagino que hoy muy pocos pencones tendrán ese bosque en sus recuerdos.    

EL CAMBIO CLIMÁTICO EN PENCO DEJÓ LOS TEMPORALES EN EL OLVIDO

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Don Guillermo Pedreros recuerda los temporales de antaño en Penco.
Eran frecuentes los temporales, esos fenómenos atmosféricos que incluían fuertes lluvias acompañadas de vientos huracanados e inclementes marejadas. En marzo se presentaban los primeros del año. Por eso en Penco usábamos impermeables apenas iniciado el otoño. Pero, me dicen, eso era antes, hoy los temporales son esporádicos o sus componentes se dan por separado: marejadas sin vientos, cielos empañados de nubes con poca carga. El cambio climático aquí también es una realidad. Personas mayores, con muchos años de experiencia asociada a las condiciones meteorológicas, lo dicen derechamente. “Ahora llueve menos. Antes caía mucha agua”, afirma don Hugo Pinto, ex administrador de la granja Cosmito. “Las lluvias recién aparecen en abril”, señala don Carlos Crovetto, propietario del fundo Chequén, cerca de Florida. “Ya no tenemos temporales como los de aquellos años”, nos dice don Guillermo Pedreros, un antiguo pescador de Cerro Verde mirando el horizonte desde la ranfla.
“Al día siguiente de los temporales salíamos con canastos a recorrer la playa para recoger todo el alimento que arrojaba el mar: cholguas, machas, perchas de piures, jaibas, cualquier cantidad de cochayuyo. Era cosa de recoger, recoger y llenar canastos…” recuerda don Guillermo. Claro que eran los tiempos de su niñez allá por los años cuarenta (1940) cuando Cerro Verde --entre otras carencias-- no tenía un camino directo de conexión con Penco, por ejemplo. Él y otros niños salían con sus canastos a proveerse de lo que regalaba el mar y que era arrojado a la playa por las olas.


Playa Negra al final del verano.
En Penco se daba un espectáculo parecido después de un temporal. La playa a todo su ancho amanecía con miles de changayes expuestos en la arena mojada. El changay es un molusco similar a la almeja sólo que sus valvas con más delicadas. Era cosa de recogerlos con la mano y también se podía usar una pala si se quería llenar un tiesto más rápido. En Cerro Verde, me dice don Guillermo Pedreros, con las lenguas de changay se preparaba un plato exquisito: “pantrucas con changay”, ¡hay que probarlo!
No es que el mar haya dejado de ser generoso hoy en día, ha sido tan explotado que ya no tiene qué regalar.
El fenómeno del cambio climático ya golpeó las puertas en Penco;  es una realidad. Menos aguaceros con fuertes rachas de vientos, menos poesía al oír la lluvia golpeando los techos metálicos. Y en cierto modo, menos expectativas para ir temprano a la mañana siguiente a tomar los regalos del mar. 
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